EL ULTIMO ESFUERZO: CAPÍTULO SEIS

EL ULTIMO ESFUERZO: CAPÍTULO SEIS

3 May 2015 History & Mythology 0

El Último Esfuerzo por Delio Moreno Cantón: Capítulo Seis

Doña Prudencia se levantó esa mañana de mal humor. La tarde anterior había llegado un mensajero de la hacienda, cargando en una mula un saco de frijol y otro de frutas, pero también una carta que le daba la mala noticia de que se había suspendido el proceso de raspado de la pulpa de las fibras del henequén porque la máquina de vapor estaba dando problemas.

—Me va a dar algo —dijo—. A veces es el fogonero que se pelea con el caporal. Otras veces es que se están secando hojas cortadas, o que se rompió tal o cual pieza de la máquina. Si no es eso, es que se interrumpe el trabajo porque hay cinco o seis enfermos. Y todos pidiendo una fortuna... No sé cómo voy a hacerle. Algún día, cuando menos lo esperen, voy a vender la finca o la voy a abandonar y dejar que se venga abajo.

El mensajero, que había ido a ver al maquinista, regresó diciendo que el señor Gómez no podía ir a la hacienda hasta el lunes (era miércoles) porque tenía muchos compromisos esa semana.

—¡Tiene que ir! —exclamó doña Prudencia, fuera de sí—. Le da pena componer lo que no supo arreglar bien hace quince días. Siguen con sus chambonadas, empeorando el daño y luego nos vuelven a cobrar carísimo. ¡Claro que saben hacerlo! Pero a los ocho días se repite el mismo desperfecto y otra vez la misma necedad.

—Niña —le dijo a su hija, que se cepillaba el cabello sentada en una silla del comedor—. Prepara las cosas para escribirle a tu hermano.

Y diciendo esto se metió a los cuartos interiores, saliendo poco después con una lata en una mano y, sujetando contra el pecho con la otra, varios paquetes envueltos en papel de estraza que fue acomodando dentro de la lata después de colocarla sobre una mesa. Terminaba de asegurar la tapa de la lata, amarrándola con un mecate, cuando Lupita, después de encontrar su tintero y sus útiles de escritura sobre una mesa de pedestal, arrimó una silla, se sentó y, mojando la pluma en la tinta, habló en voz alta para que doña Prudencia, que ya estaba en el zaguán, la oyera.

—Ya estoy lista, mamá.

—Ahorita voy.

Mientras esperaba, la niña traviesa se entretenía trazando letras y dibujos extravagantes sobre la tapa de una carpeta manila, añadiéndolos a los muchos que ya ensuciaban diversos objetos sobre la mesa.

Su madre empezó por fin a dictarle varias recomendaciones sobre los trabajos de la finca y otros detalles, terminando con: “Tu madre que te quiere y que desea verte”.

Doña Prudencia colocó inmediatamente unos garabatos al final de la carta creyendo que estaba escribiendo su nombre, y aún no había soltado la pluma cuando dijo:

—Hay que poner el adorno.

Ese adorno era indispensable en las cartas de doña Prudencia. Al principio no incluía el “tu madre que tú sabes que te quiere y que desea verte”, pero, por cuidar de mostrar cariño hacia sus hijos, ese adorno llegó a ser su marca distintiva.

En esto sonaron tres golpes en la puerta del zaguán.

—¿Quién es? —preguntaron las dos al mismo tiempo.

—Yo —respondió una voz desde la calle, como si ese pronombre bastara para que la reconocieran.

Lupita se asomó a la celosía de la ventana.

—Son las Ortegas —le dijo a su madre con alarma.

Rápidamente se deslizó entonces al cuarto contiguo a la sala, pues estaba algo desarreglada, con sandalias viejas y los pies descalzos. Cerró a medias las puertas y recogió las medias rayadas de rojo que había tirado. Después de ponérselas y calzarse unos lindos zapatitos de becerro, se miró al espejo, se empolvó el rostro y terminó de trenzarse su hermoso cabello.

Mientras tanto, dos muchachas, algo mayores que ella, habían entrado ya en la sala.

—¿A qué debemos el gusto de verlas por aquí a esta hora? —dijo doña Prudencia, estrechando las manos que le tendieron y suavizando el ceño.

—Ay, nada, doña Prudencia. Venimos a ver si nos hace un favor. ¿Dónde está Lupita?

—En su cuarto; enseguida viene. ¿Y qué es lo que desean?

—Pues, como ya sabe, se acercan los carnavales, y Belita (Isabelita) quiere aprender los lanceros y otros bailes. Y esta noche van a venir a la casa nuestro primo Pancho, nuestro hermano Perico y otros seis amigos para ensayar, nada más entre nosotros, con dos grupos.

—Muy buena idea.

—Sí, pero el motivo de nuestra visita es decirle que contamos con Lupita y venimos a suplicarle que nos la preste.

—Pero, niñas, Lupita no baila.

—Bailó en la boda de Toñita Pérez...

—Nada más los cuadrillas. Y eso porque el grupo estaba incompleto y la convencieron de que no dejara a las tres parejas paradas.

En eso apareció Lupita en la sala.

Las muchachas Ortega se levantaron y cada una de ellas, estirando el cuello para acercar su cara, intercambió ruidosos besos con la recién llegada, que se sentó en el sofá.

Josefita Ortega, que era la mayor, le dijo:

—Queremos saber si esta noche te animas a ensayar con nosotros en la casa.

—¿Ensayar? —exclamó Lupita encantada—. No sé si mamá quiere —añadió, bajando la cabeza tímidamente y levantando los ojos para ver qué efecto tenía su observación en su madre.

—Ya les dije que no sabes bailar —apuntó doña Prudencia, por decir algo.

—Pues por eso mismo —replicó Lupita casi suplicando.

—Está bien. Si tú quieres, no le veo problema, mientras no sea muy tarde.

—No, doña Prudencia. A las diez en punto la tiene usted aquí —exclamó Belita con firmeza, para disipar esta última duda de la señora.

—¿Y quiénes van a ir? —preguntó la invitada, ya contenta.

—Pues tú, nuestra vecina Chona García y nosotras dos. Ya son cuatro. Y los tres Palomo y Rosa Barrera. Ocho, para los dos grupos.

—¿Y a qué hora empiezan?

—A las siete y media, pero mejor que llegues un poquito antes.

—Pues las estaremos esperando —dijo Josefita levantándose—. Todavía tenemos que avisarle a Chonita y a los Palomo.

Y volvieron a las despedidas de mano con la señora y los besos con Lupita, que las acompañó hasta la puerta del zaguán, donde todavía tuvieron una plática interesante.

En ella, la hija de la casa explicó que ya desde el día anterior sabía lo que se estaba organizando con el baile y que el que estaba detrás de todo era Pancho Vélez, primo de sus visitantes, aunque no sabía si ya se había decidido quiénes eran los otros muchachos.

—¡Pícara! —le respondió Belita con picardía—. Quieres hacernos creer que Luis Robles no te ha dicho que él es uno de ellos.

—¡Jesús! —replicó Lupita, estallando de gusto por la broma—. Yo nunca hablo con Luis Robles. Pasa por aquí, pero...

—No, y dicen que por eso Fermín Dorantes está enojado con él.

—A ver —interrumpió Josefita—, ¿cuál de los dos prefieres que vaya?

—¿Yo? Los dos.

—Ay, Lupe; eso es tan tuyo.

—¿Por qué?

—¿Entonces quieres a los dos?

—Pero, niña, ¿qué quieres que te diga? Que vayan los dos o que no vaya ninguno, es lo mismo.

—Claro. Ahora te haces la indiferente.

Y siguieron conversando hasta que las Ortega se despidieron de verdad. Lupita volvió a la sala, y con la evidente satisfacción que le producía la idea del ensayo y los halagos y atenciones que le prometía, se sentó al piano y se puso a tocar ruidosamente una mazurca.

—Niña, vamos a acabar esa carta —le dijo su madre, interrumpiéndola cuando entró poco después.

Y se terminó, se metió en el sobre y fue despachada junto con los paquetes, después de lo cual doña Prudencia pasó revista a la cocina, dio cuatro regaños a las sirvientas, se enfrentó con un muchacho porque estaba jugando y no había barrido, y, yendo por su costurero, se sentó en un butaque en el zaguán para remendar, ayudada por una niña. Mientras tanto, Lupita ya había repasado malamente su lección de piano. Luego fue a su cuarto, se volvió a poner las sandalias y comenzó la operación de enrollarse el cabello alrededor de la cara en forma de conos para que las ondas que debía lucir esa noche quedaran bien marcadas. Cuando terminó, tomó una novela que tenía en el tocador, se dejó caer en la hamaca y echó a volar su imaginación por el mundo de las ilusiones.

Poco después eligió mentalmente el vestido que iba a ponerse y los adornos que creía más adecuados, dedicando un buen rato a especular sobre las impresiones que probablemente le aguardaban en el ensayo del baile.

Abrió el libro, buscó la página en la que se había quedado y ya llevaba cuatro capítulos leídos cuando la interrumpieron con el anuncio de que la comida estaba servida.


*butaque: sillón pequeño, bajo, hecho de madera y cuero.

Quieres ponerte al dia? Lee Chapter One and the Intro, Chapter Two, Chapter Three, Chapter Four y Chapter Five aqui.


 

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