Un Último Esfuerzo: Capítulo Quince

Un Último Esfuerzo: Capítulo Quince

24 May 2015 History & Mythology 0

—¿Por qué no te casas con Lupita?

—¡Señora, por el amor de Dios!

—¿Por qué te asombras tanto? ¿Hay algo más natural? ¿Qué mejor podría pasarle a ella que tener el apoyo de un esposo honrado y de confianza como tú?

—Gracias, gracias por el elogio —respondió don Hermenegildo, sintiendo una oleada de satisfacción—, …pero ya está decidido; no voy a volver a pensar en el matrimonio.

—¿Qué?, —replicó doña Raimunda—. ¿Estás diciendo que ya estás viejo? Error. Todavía no estás viejo.

—Francamente, no creo que esté tan viejo, pero… no puede ser, señora; de verdad que no; créame, sé lo que digo.

—Y hoy en día el dinero no es un problema; ya tienes un buen comienzo y con lo que queda de su herencia, pueden vivir como ricos.

Ese breve diálogo, nueve meses después de la inauguración y trece después de que Lupita enviudó, había dejado destrozados los nervios del soltero. ¡Cómo se le metió en la cabeza y lo molestaba durante parte del día y robándole horas de sueño por la noche!

Bueno, el consejo de doña Raimunda no estaba del todo desacertado, ni lo que le proponía era cosa del otro mundo.

¡Si se atreviera! ¡Pero imposible! Una desilusión más. Y Lupita era mejor que su madre. ¡Faltaba más! Pero para hablar con ella tendría que sentirse con ánimos y no los tenía. ¡Señor, qué mal repartida está la suerte en el mundo! Pancho Vélez tenía de sobra atrevimiento para enamorar mujeres y eso le había hecho daño. Él, en cambio, ni casarse podía por tímido. ¿No habría sido mejor que Pancho Vélez tuviera menos audacia y él un poco más de valor?

¿Pero era natural, teniendo tantas ganas de casarse como tenía, que se dejara dominar así por la emoción? Decirle a una mujer “¿Quieres ser mi esposa?” no es un crimen, y lo peor que puede pasar es que le diga “No, busca en otro lado”. Pero, imposible. Eso sería tristísimo, y además, Dios no quería que se casara. Eso era evidente. ¡Cuántas veces no había visto escaparse el matrimonio de entre sus dedos!

¿Pero por qué no hacer un último esfuerzo? Ese esfuerzo podría tener la promesa de la felicidad. Sí, era necesario intentarlo una vez más; la última, por supuesto, porque ya había tenido muchas desilusiones. Por eso tenía que hablar con Lupita con claridad y sin temblar. Si los grandes hombres hubieran vacilado ante las empresas arriesgadas, no las habrían logrado. Para conseguir algo, hay que intentarlo, y como él quería tener una esposa que lo cuidara, que lo acariciara, que le endulzara la vida y le diera hijos… ¡Dios mío! ¡Qué locura! Si algún día llegara a tenerlos… Pero es imposible. Sería una imprudencia…

¿Y por qué es imposible? ¿Estaba acaso decrépito? ¡Cuántos hombres verdaderamente viejos, y él no podía decir con certeza que ya era viejo, tenían hijos todos los días! ¡Qué alegría si Lupita le diera un hijo! Y sería dulce como su madre, y responsable y honrado como su padre.

¿Cómo le pondría? ¡Caramba! ¡El nombre! El nombre parece cosa sencilla y hay que escogerlo con cuidado. Así que elegiría uno que sonara bonito… algo así como nombre de príncipe. Y ¡qué horas tan felices pasaría con el travieso sentado en sus rodillas y levantando sus manitas para jalarle el cabello y tirarle del bigote! ¡Qué niño tan vivaz! Con toda la gracia y viveza de su madre. Tendría que cuidarlo mucho para que no saliera al sereno y se resfriara.

¡Si se enfermara! Eso sí que sería un serio problema. Tendría que pedir permiso para faltar a la oficina con tal de estar junto a la cuna y aprovechar cualquier oportunidad para darle al angelito sus medicinas. ¡No fuera a ser que la madre se le olvidara dárselas!

Y el pobre soltero, con la cabeza como un volcán de pensamientos allí en su hamaca solitaria, veía con angustia el rostro pálido del pequeño, y le tomaba el pulso una y otra vez para ver si la fiebre bajaba. Pero pronto volvía de aquellas bellas fantasías a la realidad del cuartito que lo albergaba, porque si no lo sacaban de sus dorados ensueños los fuertes ronquidos de sus sobrinos, lo hacían los gritos de alguno de los niños pequeños.

Con más frecuencia que antes, ahora se le veía en casa de la joven, y ella lo recibía con mucha amabilidad. Él le contaba todas las conversaciones a doña Raimunda, quien nunca dejaba de sugerirle que resolviera la situación, aunque dudaba que su protegido llegara algún día a decidirse.

Una noche, Lupita fue de visita a casa de la robusta esposa del licenciado y, como siempre, las sillas se colocaron en la banqueta. El soltero aún no llegaba, ni ninguno de los otros que, aunque no con la constancia de don Hermenegildo, eran habituales del grupo de la señora.

Después de hablar de la escasez y mala calidad del servicio doméstico y lamentar que la carne y otros artículos de consumo diario costaran un ojo de la cara, doña Raimunda, tras una pausa, le preguntó a su visitante:

—¿Y qué me cuentas de don Hermenegildo?

—¿Por qué lo pregunta? ¿Le pasó algo?

—Nada, afortunadamente. Pero como está enamorado de ti…

—¿De mí? Es la primera noticia que tengo.

—¿Esperas que te crea que no te ha dicho nada?

—Nada, de verdad. Va a la casa, pero como siempre, igual que cualquier otra visita.

—Pues el pobre vive suspirando por ti. ¿Y tú qué piensas?

—¿Qué quiere que piense? No he pensado en volverme a casar.

—Aun así, don Hermenegildo es un hombre responsable, honrado, y no está viejo.

—Eso es verdad. Pero no se me ha ocurrido pensar en algo así. ¿Y es capaz él de enamorarse de alguien?

—Tú dirás. Está como nunca. Cuando va a verte, al día siguiente me cuenta lo que platicó contigo y dice que estabas tan hermosa como siempre.

En ese momento apareció el empleado en la esquina. Ya su aspecto había mejorado notablemente con su cambio de puesto. Su traje raído y su sombrero anticuado habían quedado atrás, y eso, junto con una dieta más abundante y sustanciosa que permitía nuevos comienzos, parecía haber rejuvenecido de verdad al amigo de doña Raimunda.

Y no solo en su persona se notaban los beneficios del triunfo electoral, pues ahora vivía en una casa no tan alejada del centro y de mejor apariencia. El mobiliario había sido cambiado y la hermana y los sobrinos recibieron un modesto reemplazo de ropa.

Al verlo llegar, doña Raimunda se propuso hacerlo decidirse a declarar sus intenciones amorosas.

Tras los saludos de rigor, con toda la ceremonia y pomposidad que nuestro héroe derrochaba, se dirigió a la joven luego de tomar asiento y preguntó:

—¿Y cómo vamos?

—Nada nuevo, don Hermenegildo. ¿Y usted?

—Como siempre, Lupita, como siempre. ¿Y el niño? Ese chamaco está igual de encantador que su mamá.

En ese momento tomó un puro de paja que doña Raimunda le ofreció, y la mano le temblaba como si se asustara por la atrevida galantería de su modesta dueña.

La corpulenta matrona no pudo evitar sonreír y exclamó:

—A ver, dile a Lupita que no estás enamorado de ella.

Con esas palabras, don Hermenegildo, que se había puesto tímido con el inoportuno temblor, sintió como si la lengua se le pegara al paladar y no hallaba una salida conveniente. Mientras Guadalupe sonreía, él se encomendaba en oración a toda la corte celestial.

Su ángel de la guarda fue Felipito, que había estado jugando con otros niños algo más lejos y ahora se acercaba llorando a gritos. Alarmada, su madre fue a su encuentro, le preguntó qué había pasado y supo que un compañerito, mayor que él, aparentemente le había dado un golpe en la frente con una piedra y luego salió corriendo.

—¡Ese escuincle grosero! —bramó la indignada señora—. Tiene que volver y enfrentarse conmigo. Pero tú tienes la culpa por jugar con ellos. Como su madre no los educa…

—Árnica, mi señora. Un trapito con árnica, para lo que sea —aconsejó don Hermenegildo—. En estos casos, es un gran remedio. Créame, sé lo que le digo.

Y trajeron la sustancia indicada y a Felipito le dieron una frotadita con cuidado en la zona afectada.

—Y ahora, a la cama —le dijo doña Raimunda dándole un empujoncito—. Por desobediente te pasa.

—¡Jesús, estos niños! Mira, me hacen hervir la sangre. Ya verás cuando el tuyo crezca un poquito. Aquí en la calle, ya sabes cómo es. Empieza un juego al caer la tarde y es puro grito y correteo. A mí no me gusta que Felipito ande en eso, pero el doctor insiste en que es bueno que brinque y juegue, que le hace bien a un niño delgadito. Además, al chamaco le gusta y entiendo que es natural a su edad.

 

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