La princesa de Yucatán: Perseguida por Tzan
Por fin despertó de nuevo: una figurita rígida y magullada, con los andrajos polvorientos y desgarrados de la túnica emplumada pegados al cuerpo. La sed la obligó a avanzar arrastrándose sobre manos y rodillas por un camino áspero y serpenteante, casi bloqueado en algunos puntos por salientes de roca.
Nakah se movía con lentitud y dolor alrededor de una curva, parpadeando miserablemente ante un punto de luz que lastimaba sus ojos. Un estupor de debilidad y hambre la dominaba. Aquella luz… le molestaba. Pero entonces el significado completo irrumpió en su mente —luz— eso significaba una salida, aire, libertad. Se tambaleó hasta ponerse de pie y comenzó a correr —y de ser apenas un punto, el espacio iluminado fue creciendo de forma constante hasta convertirse en un resplandor cuadrado que la llamaba a seguir más rápido.
Pero el miedo volvió a despertar en ella. ¿Qué habría más adelante? ¿Alguien más conocía ese túnel? ¿La esperaba un temible guardián del templo, listo para arrastrarla de vuelta a una muerte más horrible que la del hambre? Avanzó lentamente, con cautela ahora. Era la garra de la sed en su garganta lo que la impulsaba. ¡Agua, tenía que conseguir agua!
Finalmente llegó al final del túnel. En vez de una puerta, terminaba en una pequeña ventana cuadrada, no más ancha que sus hombros y protegida por barrotes colocados a un palmo de distancia.
¡Esto sí que era una burla! Había temido encontrar humanos más allá de la caverna. Y ahora, sin la intervención de manos humanas que le ayudaran a derribar la barrera frente a ella, debía permanecer prisionera indefensa de la tumba del profeta.
Al asomarse por el estrecho espacio cubierto de enredaderas, Nakah sólo vio masas de vegetación, y oyó únicamente sonidos de la selva: cantos de aves, crujidos de ramas, el susurro del viento, el murmullo y chapoteo del agua. Agua —el agua estaba allá afuera. Tenía que alcanzarla. Y Nakah empezó a golpear con las manos desnudas los barrotes de la ventana.
Entonces, en lugar de piedra o metal, descubrió que sus puños golpeaban madera, madera que vibraba con sus golpes. A la tenue luz de la cueva, se arrodilló para examinar lo que había encontrado. Sí, frente a ella había simplemente barrotes de madera encajados cuidadosamente en ranuras talladas en la piedra que enmarcaba la abertura. En un frenesí, arrancó los suficientes para dejar espacio a su pequeño cuerpo, se escurrió y empujó —y fue libre. Salió corriendo del amparo del túnel y se quedó parpadeando bajo el resplandor del sol tropical. A su alrededor sólo había selva. Un ocelote moteado se deslizó entre gruñidos hacia las sombras. Los Monos huyeron entre chillidos hacia las copas de los árboles. Una gran serpiente color leonado dormía su siesta tras devorar, sobre un tronco calentado por el sol.
Nakah apenas reparó en esta vida salvaje que la rodeaba. Sólo tenía ojos para el agua —agua que discurría entre los árboles hasta formar una sombrita fresca en un pequeño charco. Allí Nakah se arrodilló para beber, para arrojarse puñados al rostro, los brazos, el cuerpo, para beber de nuevo.
La libertad —al fin era suya.
Se demoró entre la belleza de arbustos y flores que bordeaban el charco. Calmó el hambre con frutas silvestres, chapoteó en el agua, durmió largo y plácido rato sobre un lecho de hierba, sin darse cuenta de los ojos fieros de la selva que la espiaban desde el matorral, de los hocicos que se agitaban al captar su olor humano.
Durante horas la joven durmió así. La agotaba el cansancio. Había sufrido y resistido hasta que su cuerpo no pudo más. El sol, alto sobre las copas, indicaba que era ya mediodía. Aun así, Nakah seguía tendida, inerte. Entonces el deslizamiento silencioso de una gran serpiente entre las hojas, cerca de su cuerpo inmóvil, la hizo recobrar la conciencia de golpe, súbitamente despierta, asustada, con los nervios tensos ante esta nueva vida peligrosa en la que había huido. Temblando, se incorporó de un salto, y mientras la serpiente huía en una dirección, ella corrió en la opuesta.
Sin aliento, se detuvo en seco. Debía pensar, organizar su vida. No podía pasar el resto de sus días corriendo sin rumbo por la selva. Necesitaba un refugio, un sitio seguro. ¡La boca del túnel con su abertura enrejada! Eso le serviría —al menos por un tiempo.
Rápidamente, Nakah deshizo sus pasos, guiándose por su conocimiento de la selva, notando una rama rota aquí, una flor pisada allá. Mientras avanzaba, su mente proyectaba planes. Detrás de aquella abertura con barrotes, se acomodaría, tendería un lecho de ramas, colocaría una de las vasijas trenzadas con fibras que sabía fabricar, guardaría raíces y hierbas como alimento.
¡Pero ay de los planes! Cuando llegó de nuevo a la boca del túnel, sus ojos dieron con unos objetos que, en su desesperada carrera por el agua esa mañana, no había notado. Eran cosas simples, sin duda —una calabaza vacía, una pequeña bolsa de piel de venado y un tosco manto negro colgado de unos clavos incrustados en la pared de la entrada. Pero al verlas, Nakah retrocedió con horror. Alguien más tenía acceso a ese refugio. Una inspección más minuciosa hizo que se le helara aún más el rostro. El manto negro tenía, tejido en su borde, el símbolo de la serpiente de la casta sacerdotal azteca. En la bolsa de piel de venado estaba pintado el mismo emblema.
En una especie de parálisis desesperada, Nakah se quedó inmóvil, mirando. Así que los crueles papas de Kukulcán sabían todo, conocían ese pasadizo secreto que salía bajo los muros de la ciudad y conducía a la espesura de la selva. Mecánicamente, extendió una mano y tocó el manto. Sí, era real, la aspereza de su tejido le raspó los dedos. Metió una mano en la bolsa y sacó un pequeño pan de maíz que se desmoronó, fresco, al tacto.
¡Estas cosas habían llegado hace poco! Su dueño debía estar muy cerca —esperando para arrastrarla de vuelta al templo. Todo el antiguo horror del sacrificio que había creído dejar atrás se propagó como una locura helada por sus venas. Se volvió y huyó sin sentido hacia el monte sin senderos, chocando con árboles, abriéndose paso entre espinas, cayendo en lodazales y saliendo de ellos para seguir. La oscuridad y el agotamiento detuvieron por fin su huida.
Nakah pasó una noche espantosa encajada en la horqueta de un zapote cubierto de lianas. Una enredadera retorcida alrededor de su cuerpo la mantenía en su lugar cuando se quedaba dormida. Durmió poco, sin embargo, pues los jirones de su antes majestuosa túnica apenas le servían de defensa contra las hordas de insectos de la selva.
Al día siguiente se internó aún más en la espesura. Pero antes de que cayera otra vez la noche, había hecho algunos arreglos rudimentarios para mejorar su condición física. Sobre dos ramas de un alto manzanillo, ató un tapete improvisado de lianas entrelazadas. Sobre él juntó un montón de bejucos y tejió con hojas y ramitas los lados cónicos, formando una especie de techo. Su niñez en una granja de esclavos a la orilla de la selva le había enseñado muchos secretos del monte. Le fue útil saber que una cobija de hojas de yetl ahuyentaba a los mosquitos, que una sección de bambú gigante servía como jarra de agua, y que ciertas hierbas, bayas y raíces eran comestibles.
Con el paso de los días, y al no aparecer más señales de persecución sacerdotal en esos parajes salvajes, una tregua de paz descendió sobre Nakah. Comenzó a añadir pequeños elementos de comodidad a su vida primitiva. Para cubrir su desnudez, recogió la fibra interna de ciertos árboles, la humedeció, la golpeó entre piedras hasta convertirla en tiras de textura similar a tela. Estas tiras las entrelazó en forma de vestido. Trenzó juncos en tazones y canastos, y guardó en ellos nueces y raíces para el futuro. Se fabricó un hacha atando una piedra afilada al extremo de un palo rajado. También añadió a su equipo una lanza con punta de pedernal. De cierto modo, su vida era ahora más llevadera y agradable que muchas de sus anteriores experiencias.
Sin embargo, la soledad, la añoranza por los suyos, por su abuelo, la perseguían. Era cruel estar aislada de toda la humanidad. A veces Nakah trepaba, aferrada a lianas oscilantes, hasta la copa de un inmenso zapote cubierto de orquídeas. Desde ese gigante, que sobresalía por sobre los demás árboles, alcanzaba a ver columnas de humo que se elevaban desde una lejanía. Eso debía ser Chichén Itzá, la de los mil altares. Luego, desde los bajos, surgían otras columnas más delgadas. Ésas serían las hogueras de los esclavos. Y un sollozo le apretaba la garganta al preguntarse si volvería algún día a ver a su gente, los siervos —que eran su pueblo. Si los sacerdotes patrullaban el borde de la selva, también estarían vigilando los campamentos de esclavos y de cantera. Así que la fugitiva del templo no se atrevía a exponerse al riesgo de ser capturada al acercarse a ese remanente del viejo Itzá que laboraba junto a los muros de Chichén.
Nakah deseaba con desesperación saber qué había sido de su abuelo. El día de su captura, él había partido tan seguro de sí, decidido a poner en marcha el plan para liberar a su pueblo. ¿Acaso su plan no era más que una ilusión de un viejo ciego y cansado? ¿O había sido Copán quien guió a los suyos hacia la libertad? ¿Se había ido en ese largo viaje sin ella?
Atormentada por pensamientos como esos, Nakah caía en planes descabellados para ponerse en contacto con Itzá. Pero eran fantasías inútiles. Sabía que no podía salir de su escondite selvático. Su única esperanza de noticias residía en un encuentro casual con algún leñador extraviado o un recolector de especias del campamento maya —y tal encuentro podría no ocurrir jamás.
Entonces, un anochecer, mientras la pequeña fugitiva solitaria estaba sentada en la puerta de su choza en lo alto de la selva, miró hacia abajo y se echó atrás aterrada por lo que vio. Muy abajo, y a poca distancia, unos cazadores aztecas, con un feo ocelote sujeto con correa, avanzaban entre los grandes troncos de zapotes y lignus, directamente hacia su refugio. El corazón se le encogió. ¿La estarían buscando? ¿Qué esperanza tenía ante aquel enorme tigre azteca de cabeza plana que venía tras su rastro?
¡No te pierdas la segunda parte de este capítulo, muy pronto! Si quieres ponerte al corriente, empieza a leer el libro desde el principio aquí.
*Árbol yetl… así dice el libro, pero no encuentro ninguna referencia a un árbol llamado ‘yetl’ en internet. ¿Alguien tiene idea de cuál podría ser?