Princesa de Yucatán: La Cueva de las Flores de Piedra II

Princesa de Yucatán: La Cueva de las Flores de Piedra II

28 February 2017 Art & Local Culture 0

De nuevo errantes

El amanecer de un nuevo día encontró a los itzáes errando otra vez, sin más guía que la que habían tenido durante los largos meses pasados. ¡Si tan solo pudieran hallar alguna señal o marca que les indicara el camino hacia el río de la Serpiente Enroscada!
No podían hacer otra cosa más que buscar, buscar y enfrentar los peligros conforme se presentaban. Sus andanzas los llevaron hacia el oeste y el sur, a veces por tierras bajas y pantanosas, a veces por selvas donde los árboles de chechen dejaban caer rocío envenenado sobre todo aquel que durmiera bajo su sombra —un rocío que causaba hinchazón, comezón y llagas difíciles de sanar. Otras veces sus pasos los llevaban por desiertos pedregosos donde crecían los raquíticos y espinosos arbustos de tzubín y unas extrañas plantas porosas llamadas tajé, que soltaban un polvo amarillo que provocaba terribles estornudos y lagrimeo de ojos.

El pequeño grupo de errantes hacía grandes rodeos para evitar cualquier contacto con lugares habitados, pues no tenían fuerzas que desperdiciar en luchas contra las tribus salvajes que ocupaban esas tierras más allá de los límites de la civilización. A veces, sin embargo, llegaban casi sin darse cuenta hasta alguna vivienda escondida en la selva.

Un encuentro fortuito

Una vez, bajo el sofocante calor del mediodía, cuando la jadeante Nakah apartaba la maleza para dar un paso al frente, retrocedió de un salto con una exclamación de asombro ante lo que tenía delante. En un claro de la selva se encontraba una aldea de diminutas chozas, sencillas construcciones de varas y ramaje, de no más de metro y medio de altura. En el espacio abierto frente a las viviendas había unas pequeñas y rústicas ollas de barro, cántaros de jícaras, cunas de corteza de no más de un pie de largo, y un grupo de negritos desnudos que parecían más juguetes que niños.

Incluso mientras los itzáes miraban asombrados, un grupo de oscuras y cabezonas mujercitas pigmeas irrumpió entre la maleza, dejando caer sus utensilios de trabajo mientras corrían —palos afilados para cavar, jícaras llenas de raíces y nueces frescas— y, tomando a sus crías, huyeron hacia la selva, lanzando agudos chillidos de furia y miedo.

“¡Silencio… corran!” susurró Calcingo a sus itzáes.
“¡Los Bulongo —los pigmeos caníbales de las flechas envenenadas! Las mujeres ya habrán mandado a sus hombres tras nosotros en lo que uno respira diez veces.”

¡Y a correr se lanzaron los itzáes! Una huida desesperada, sin rumbo, sólo queriendo dejar atrás a la tribu deforme y sedienta de sangre con la que se habían topado. Pronto la selva retumbó con el zumbido apagado de tambores de madera. Agudos llamados animalescos que erizaban la piel los seguían cada vez más cerca. De pronto apareció una horda de pequeños hombres-mono pigmeos, que se deslizaban rápidamente por la vía elevada de ramas y lianas entrelazadas. Cada figura oscura portaba un gran arco de madera, el doble de largo que su propia estatura de apenas un metro o poco más. Con un extraño y ágil uso tanto de manos como de pies, los pigmeos lanzaron una silbante lluvia de dardos.

El hombre que iba atado al ciego Copán cayó con una flecha envenenada en el hombro, y se retorció en una muerte instantánea y horrible. Con un rápido tajo de su macuahuitl, Nakah liberó al viejo Copán de su guía muerto, y con la ayuda de Calcingo, los dos empujaron a su líder hacia adelante en la loca carrera. Otros cayeron bajo los mortales proyectiles.

Refugio

Entonces apareció un tramo salvador de campo abierto, y el resto del grupo itzá logró distanciarse de sus perseguidores y alcanzar el resguardo de un profundo barranco. Allí, en ese estrecho cañón, encontraron una especie de refugio. Los costados del barranco sobresalían un poco, con cuevas lavadas por inundaciones aquí y allá. El extremo más lejano se cerraba como una mera grieta en la tierra. Con una piedra rodante colocada en la entrada del barranco, servía de fortaleza. Pero los itzáes enfrentaban el cruel hecho de que ese refugio probablemente se convertiría en una trampa mortal. Asediados en ese barranco seco, sin agua ni comida, era sólo cuestión de tiempo antes de caer presa de los pequeños demonios de la selva que los acechaban desde fuera.

Pero, con toda la estoicidad de su raza, los itzáes se prepararon para esperar el final y vender cara su vida. Reforzaron su barrera con más piedras, montaron guardia, y los demás se arrastraron hacia las cuevas de tierra para recuperar algo de fuerzas en un sueño torturado por el hambre y la sed. En el borde de la selva brillaban pequeñas fogatas rojizas, y el incesante, triunfante bum-bum de los tambores anunciaba que los salvajes se reunían para la victoria.

Una pálida luna llena se alzó en el cielo, iluminando el mundo selvático con una luz blanca y fantasmal. Y de pronto comenzaron a ocurrir cosas extrañas.

Por encima del quejumbroso golpeteo de los tambores, surgió otro sonido —un rugido lejano y retumbante, mezcla de gritos de animales y el golpeteo de muchos cascos.

¡Estampida!
Entonces, del bosque irrumpió una gran multitud de animales en fuga, un ejército en retirada extrañamente mezclado, donde cazador y presa avanzaban angustiosamente codo a codo. Venía una multitud de venados y formas sigilosas de lobos, búfalos resoplando con temblorosos becerros a cuestas, y felinos —ocelotes, civetas manchadas y pumas leonados—, grandes serpientes por parejas, caimanes acorazados de los pantanos, y, haciendo más ruido que todo lo demás, ¡un pandemónium de monos aulladores!

Los tambores pigmeos enmudecieron. Las figuras pigmeas huyeron con los animales en fuga. Entonces, desde la selva surgió el jefe de los terrores de la jungla: esa muerte blanca que es el ejército de hormigas en marcha. Una masa hirviente y espantosa se desbordaba una y otra vez, de cien metros de ancho y kilómetros de largo —millones de insectos salvajes que devoraban todo ser vivo en su camino. De vez en cuando, la selva resonaba con los chillidos de aves o animales atrapados por las lianas al alcance de la muerte blanca. Pero para los itzáes en su barranca, situados fuera de la línea de avance, ese río de muerte blanca fue una salvación. Era como si los antiguos dioses mayas hubieran enviado esa creación selvática a fluir entre ellos y sus enemigos.

Olvidando el dolor de la fatiga y el esfuerzo extremo de sus cuerpos, el grupo de Copán salió agradecido de la trampa mortal de la quebrada, y huyó hacia la selva iluminada por la luna. Por unas horas, el ejército blanco marcharía entre ellos y sus perseguidores. Y en ese tiempo, para salvar la vida, debían avanzar lejos.

Caimanes al acecho
Luchando, abriéndose paso a machetazos, arrancando una senda, los hombres de Copán, ciego, avanzaban a la fuerza, llevándolo en medio de ellos. Una vez, un lago que se extendía hasta el horizonte se interpuso en su camino. No había tiempo para construir una balsa, ni para rodearlo por un camino largo y sinuoso. Así que, aunque una boa acuática se deslizó hacia las profundidades frente a ellos, y aunque grandes caimanes se revolcaban en el lodo de la orilla, Calcingo, entrando al agua, guio al grupo sin temor hacia el centro mismo de esos temidos monstruos acuáticos. Como única protección, Calcingo golpeaba bajo el agua un par de piedras entre sus manos. Detrás de él marchaban sus compañeros de tribu, cada uno golpeando su par de piedras hasta que las aguas retumbaban lastimeramente con ese extraño y tembloroso bum-bum. Los enormes caimanes acorazados se alejaban de esa procesión humana protegida por el ruido, y los itzáes salieron sanos y salvos por la otra orilla.

El río de la Serpiente Enroscada
Avanzaron algunos kilómetros más, y entonces el agotamiento los venció. Se acomodaron en las horquetas de los árboles o en refugios improvisados de bejucos, y durmieron veinte horas por puro cansancio. Otro día más se quedaron donde estaban, buscando alimento y hierbas curativas para sus cuerpos desgarrados por la selva. Al tercer día, reanudaron la marcha, y al mediodía llegaron a la orilla de un gran río —un río más grande que cualquiera que los itzáes hubieran soñado jamás. Entre profundas riberas, las aguas turbias avanzaban con fuerza en una gran curva.

Este... Este debía ser, sin duda, el gran río de la Serpiente Enroscada.


La tribu pigmea Bulongo... en África. ¡Quién sabe cómo llegaron a las selvas de Yucatán!
Sobre el árbol chechén.
¿Te preguntas qué es un macuahuitl? Descúbrelo aquí.
El río de la Serpiente Enroscada probablemente sea el río Usumacinta.


 

Yucatan Living Newsletter

* indicates required