Memorias de un alférez
Notas de Nadine Calder, traductora de lo que sigue:
Recordando la reseña que leí en Yucatán Living sobre El filibustero de Eligio Ancona, localicé otras obras de Ancona. Es posible que la apertura de Memorias de un alférez entretenga a algunos de sus lectores... ¡o no! No tengo intención, al menos por ahora, de traducir la novela completa, que consta de dos tomos y un total de 31 capítulos. El fragmento a continuación incluye únicamente las primeras páginas del Capítulo Uno. (Los puntos suspensivos son parte del texto original, no omisiones). Se publicó en 1904, pero está ambientado en una Mérida aún más antigua: a finales del siglo XVIII.
Memorias de un alférez por Eligio Ancona
Capítulo Uno (fragmento)
En el otoño de 1796 vivía temporalmente en una casa modesta del barrio de Santa Ana, que entonces me parecía el más callado y apartado de Mérida. Un saloncito, un dormitorio, un comedorcito y un patio espacioso constituían la finca que habría alojado cómodamente a dos palacios de los que hay en Europa. Ni un solo sonido humano venía a mezclarse con el blando gorjeo de los pájaros que ante mis ojos saltaban alegres de rama en rama sin cuidarse lo más mínimo de mi presencia. Luz, silencio y tranquilidad... eran todo lo que en aquel tiempo anhelaba y debo confesar que me sentía contento.
El interior de la casa estaba en perfecta armonía con el exterior. No sé si debo darles el nombre de la calle que desembocaba en aquel callejón estrecho y tortuoso, en cuyo costado sur aparecía mi sólida puerta de cedro y la ventana alta protegida por una reja de hierro.
No había temor de que los vecinos vinieran a importunarme, porque no los había. A lo lejos, en una de las ramificaciones del callejón, se veían reunidas dos o tres chozas de palma que servían de habitación a una familia que, perteneciente a la clase más humilde del pueblo, no se atrevía a acercarse a mí.
Rústicos paredones de piedra suelta, en parte ocultos por las hojas y flores de una enredadera silvestre, limitaban lo demás del terreno que alcanzaba la vista desde el mirador de mi ventana. Detrás de estos paredones, que se alzaban apenas cinco o seis pies sobre el suelo, se desenvolvía una vegetación tan exuberante que parecía deberse no tanto al arte como a la rica y próvida naturaleza de la región tropical. Hermosos árboles de espeso y oscuro follaje, cuyo nombre ignoraba, entrelazaban sus ramas con las del naranjo, cargado de preciosas flores, y con las de algunas palmas de coco, cuyo fruto no se hallaba aún del todo desarrollado.
La superficie del camino, con excepción de una senda angosta donde aparecían de tiempo en tiempo huellas de pisadas humanas, estaba cubierta de grama menuda, cuyos tallos producían de vez en cuando algunas flores de color amarillo, semejantes al de tantos otros botones de oro con que la naturaleza sembraba aquella alfombra. Mariposas de variados colores ocupaban el espacio, y no se las veía huir en bandadas sino cuando los niños de la choza vecina corrían tras ellas armados de ramas deshojadas. Aquellos niños, por lo común completamente desnudos, protegidos por la bendita modestia de la inocencia, se confundían con los perros, los gatos y demás animales domésticos, con quienes retozaban alegremente como si fueran otros tantos miembros de la familia. Algunas veces cruzaba también el camino un rebaño de ovejas, conducido por un pastor indio que no vestía más que una faja de algodón a la cintura, y que solía detenerse delante de mi ventana para ordeñar una cabra y ofrecerme una exigua cantidad en un idioma que apenas entendía.
Todas estas escenas y el rústico paisaje en que se desarrollaban, mantenían para mí la ilusión de hallarme en el campo, y repito que me encantaban, quizás por el contraste que ofrecían con mi vida anterior. Había pasado los mejores años de mi adolescencia metido en una panadería del centro de Madrid y durmiendo por las noches en una estrecha buhardilla de la calle de Alcalá. Guardaba eterna gratitud a mi tío que un día tuvo la inspiración de ir a visitar al poderoso don Manuel Godoy para ponerle en conocimiento de que un sobrino suyo, que vivía a sus expensas y le era una carga considerable, tenía un deseo ardiente de viajar a América. Agradecía también a ese personaje que, sabiendo no sé cómo que existía una compañía de caballería en la ciudad de Mérida, capital de la remota provincia de Yucatán, había expedido la orden de que se me confiriese el empleo de alférez en dicha compañía. Finalmente, agradeci al gobernador y capitán general de la provincia, don Arturo O’Nell y O’Kelli, la prontitud con que me puso en posesión de mi destino, gracias a cierta carta de recomendación que le presenté al llegar.
Pero en el fondo del corazón, la persona a quien profesaba mayor estimación y gratitud era el gallardo Flavio, mi antiguo amigo de Madrid, que había venido a Mérida un año antes que yo. No se borrará jamás de mi memoria el instante en que vino a echarse en mis brazos para darme la bienvenida en aquel extenso patio del cuartel donde el jefe de la compañía acababa de presentarme a mis subordinados. ¡Qué agradable es encontrarse con un amigo en un país lejano que se pisa por vez primera, y en el que uno se halla rodeado de forasteros que lo miran con indiferencia!.........
A Flavio le debía la alegre casita que acabo de describir. Viendo aquel cuartel destartalado en que debía prestar mis servicios y en el que él también servía, al preguntarle con algún recelo si aquél era su domicilio habitual, me tranquilizó con una sonrisa, y tomándome familiarmente del brazo, me condujo hasta aquí. Mientras recorríamos un laberinto de calles y callejones que apenas podría recordar ahora, Flavio empezó a darme algunas primeras nociones acerca del país en que había venido a fijar mi destino.
—La provincia de Yucatán —me dijo— es por lo menos hasta ahora una de las más pobres de América. Su tierra es árida y estéril, y no guarda en sus entrañas ninguno de esos metales preciosos que al mismo tiempo han enriquecido a muchos españoles y empobrecido a la madre patria. Así es que si has venido al nuevo mundo con la esperanza de hacerte millonario, como yo, y como todos nuestros compatriotas en general, te espera una fuerte desilusión; más vale que tomes de nuevo el portante hacia México o el Perú. Pero si eres hombre de valor, y prefieres una vida tranquila a la ansiedad y agitación que traen consigo las riquezas, te aconsejo que te quedes, porque esta es una ciudad templada, sencilla y buena, que si tiene algún defecto, es el exceso de benevolencia con que acoge a los forasteros, sobre todo a nosotros los españoles europeos que venimos aquí en algún servicio de la corte. Aquí no oirás hablar de esos grandes crímenes tan frecuentes en Europa y en las grandes ciudades de América.
—Permíteme interrumpirte —le dije— para recordarte un hecho que desmiente tu optimismo. Desde que puse pie en las playas de Campeche, no he oído hablar de otra cosa que de un asesinato a traición cometido hace poco en la persona del capitán general don Lúcas de Gálvez, y cuyos autores no ha logrado descubrir la justicia, a pesar de haber llenado las cárceles de sospechosos.
—¡Buena observación! —replicó Flavio con una lógica que me pareció irresistible—. Ese mismo asesinato cometido en la noche del 22 de junio de 1792, viene a confirmar completamente lo que te digo. A pesar de haber transcurrido ya cuatro años, el mundo entero se ocupa todavía de comentarlo. Esto prueba, por sí solo, que semejante crimen es raro en este país y que desde aquella fecha hasta hoy no ha habido otro que haya llamado la atención del público. Por lo demás, los robos, riñas, asaltos nocturnos y otros excesos, cuyo triste cortejo pesa con frecuencia sobre los habitantes de las grandes ciudades, rara vez vienen aquí a turbar la paz de las gentes de bien. Tal vez esto se deba a que, aunque hay pobreza en la provincia, la verdadera miseria no existe. Tampoco existe esa gran desigualdad de fortuna y de clases sociales que nos abruma en Europa y que, en mi opinión, es semillero del crimen.
Mira bien lo que es esto: al caminar por la ciudad, si no ves una sola fachada de palacio, ni coche de millonario tirado por soberbios caballos, ni la altiva comitiva de un príncipe que insulte la miseria pública con su lujo, tampoco verás los harapos repugnantes de un mendigo, ni se te acercarán mujeres misteriosas ni hombres embozados a referirte desdichas fingidas con el intento de explotarte. ¿Ves a esta gente aseada y limpia, tal vez como ninguna otra del mundo, que nos saluda cortésmente sin conocernos? Pues ese saludo no proviene de la adulación de la hipocresía, sino de la bondad de su corazón. Y si llegas a encontrar una multitud de hombres y mujeres del país reunidos por algún acto solemne, no la rehuyas como en Europa: puedes confundirte entre ella con toda seguridad, sin temor de que te acometa ninguna ordinariez, ni de que te levanten el reloj o el pañuelo del bolsillo. Si algún día se te elige para conducir caudales al resguardo del presidio de San Felipe de Bacalar, no temas emprender la larga jornada que lo separa de Mérida, aunque vayas solo y lleves mil pesos en las alforjas; porque los indios y arrieros que encuentres en los despoblados, en vez de pensar en robarte, te enseñarán el camino si te has extraviado; te darán de comer si tienes hambre, o de beber si tienes sed.
Desde ese momento dejé de preocuparme por si lo que oía de mi acompañante contenía o no cierto optimismo. Pero puedo decir sin lugar a dudas que me sentí sumamente complacido, porque me repelen los hombres que hablan mal del país que bondadosamente los acoge, y aunque acababa de llegar a Mérida, ya tenía pruebas suficientes de que acogía a gachupines como nosotros con suma deferencia.
Ese día, Flavio me dio muchos otros consejos sobre las costumbres y hábitos de la provincia. Me limito a anotar los ya citados porque la confianza que me inspiraron tendría muy pronto consecuencias desastrosas para mí.
Cuando llegamos a la casa, mi guía sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta, me mostró el lugar y dijo:
—Cómo ves, el retiro que he elegido para pasar las horas que estoy libre del servicio no puede ser más modesto ni más humilde, y tú también puedes pasar aquí tu tiempo libre si no te parece demasiado pequeño para dos personas.
—Acepto tu ofrecimiento —le dije—, aunque por supuesto será necesario conseguir algo de mobiliario, porque excepto por la cama que vi en la recámara, esté cómodo sillón de cuero en el que estoy sentado y ese enorme baúl que te sirve de asiento, no veo un solo objeto que indique que aquí vive un hombre.
—¿Crees tú que un teniente de caballería podría, con su escaso sueldo, comprar consolas, espejos y armarios?
—No digo tanto; pero unas cuantas sillas y una mesa o escritorio son objetos de los que no se puede prescindir. Si nuestro sueldo es escaso, yo todavía llevo en el bolsillo varios doblones que me dio mi tío cuando salí de Madrid.
—Ahora sí estás hablando de dinero, o mejor dicho, de “oro.” Y para que no se te vaya todo tu oro en muebles, se me ocurre una forma de economizar. Compremos las piezas en una subasta pública. De otro modo, sería inútil o, por lo menos, demasiado tarde tratar de adquirirlas de otra forma porque aquí no hay mueblerías ni algún artesano que pueda hacerlos en el tiempo que tú querrías.
Acepté su idea, y el día en que comencé esta historia, Flavio se presentó en la casita a las diez de la mañana y, dándome una palmada en el hombro, dijo:
—Ya tenemos lo que necesitamos.
—¿Qué?… ¿Un aumento de sueldo?… ¿Un ascenso a capitán?…
—¡Vamos!… nada de eso, por desgracia, por más que lo desees. Hace unos momentos, al pasar por las casas elegantes, vi en una tabla colgada en la pared una hoja de papel con un sello oficial que anunciaba al público que hoy deben subastarse los muebles embargados a Pedro de Balbastro para pagar a sus acreedores.
—Mientras esos muebles no sean demasiado caros para mis medios…
—Es posible que te cuesten mucho menos de lo que valen porque el embargo está causando temor entre todos los habitantes de Mérida…
—Excepto en mí, por la simple razón de que no sé quién es.
—Durante la época en que don Lúcas de Gálvez gobernaba la provincia, Pedro de Balbastro trabajaba en la casa de gobierno como intérprete de la lengua maya. Pero generalmente se cree que su señoría también lo empleaba para sus aventuras amorosas porque el difunto gobernador, aparte de sus excelentes cualidades, tenía una debilidad: una afinidad excesiva por el bello sexo. Sea como fuere, lo cierto es que Balbastro gozaba de su confianza, y esta distinción atrajo mucho la atención, ya que el intérprete pertenece a una de las clases conocidas como clases mezcladas. ¿Sabes tú lo que son esas clases?
—No.
—A pesar de que en la provincia no existe, estrictamente hablando, lo que en Europa se llama nobleza, eso no impide que haya distinciones y desigualdades entre sus habitantes. A quienes mantienen sangre puramente española en las venas se les llama españoles, ya sea que hayan venido de la madre patria o que hayan nacido aquí de padres españoles. A los descendientes puros de la raza conquistada por Montejo se les llama indios; y finalmente, a quienes se originan de la mezcla de ambas razas, o de cualquiera de éstas con otra más, se les llama clases mezcladas o, simplemente, clases. Pues bien, Balbastro es algo así como mestizo o mulato, porque sea lo que sea, es fácil ver en el color de su cara que la cantidad de sangre española que circula por sus venas está mezclada con sangre americana, asiática o africana.
—Ahora me muero de ganas de conocer a esa criatura de las cuatro partes del mundo.
—Tal vez sería prudente que nunca entable relaciones con él por la misma razón que tiene todo el mundo para evitarlo.
—¡Caray! ¿Tiene lepra? Entonces no seré yo quien compre…
—¡No! Pero la muerte de su antiguo protector le causó una melancolía tan profunda que, después de haber pasado varios meses completamente aislado, en los que llegó a temer por su cordura, acabó recurriendo al consuelo de las almas vulgares: decidió ahogar el dolor que lo consumía en la embriaguez. Desde entonces, sólo se le ve de vez en cuando en alguna taberna, lamentando el hecho de que, aunque él mismo detuvo, la noche del asesinato, a varios de los maleantes implicados, aún no se ha administrado el castigo que merecen. Y aunque se cree generalmente que la justicia todavía no ha alcanzado a los verdaderos culpables —como lo prueba el hecho de que ninguno de los presos ha sido sentenciado—, Balbastro sostiene lo contrario; y como lo dice con aire de profunda convicción, y cuando los vapores del alcohol se le suben a la cabeza, nadie lo contradice y todos lo toleran, ya sea por la compasión que inspira su desgracia, o por el temor que provocan sus modos agresivos. Los únicos que no lo han tolerado son sus acreedores, quizá porque al haber perdido el empleo de intérprete, no encontraron otro medio para cobrar que embargar sus muebles. Pero a menos que hayan sido valuados en un precio ridículamente bajo…
—Sea alto o bajo el precio —interrumpí, tomando mi sombrero—, tengo desesperadamente ganas de poseer algo que haya pertenecido a ese hombre. ¡Apurémonos!
Flavio había despertado vivamente mi curiosidad, y debo decir que secretamente me alegró ver estacionada frente a la puerta la carreta en que había llegado mi amigo. Era uno de esos vehículos de dos asientos, cubiertos con una tela blanca, que en este país reciben el nombre de calesa y que, si bien no se distinguen por la elegancia de su forma ni la rapidez de su marcha, están admirablemente adaptados al clima cálido de la región.
Bueno, estimado lector, ¿qué opinas? ¿Deberíamos tentar a Nadine Calder a que continúe su traducción de esta novela? ¿O ya fue suficiente vistazo a la Mérida del siglo XVIII? ¡Cuéntanos en los comentarios!
Comments
kantil 10 years ago
Mas por favor.
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Suzanne Murphy-Larronde 10 years ago
What a treat and what a fluid and readable translation. I loved it and would love to read more.
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